dijous, 18 de febrer del 2016

Brisas de Montevideo

Playa Ramírez, Montevideo (Uruguay)


Anhelando el día de ayer, impaciencia por el de mañana.
Sintiendo nostalgia por el tenue cielo de hace unos segundos.
Invadida por la magia del instante precedido,
Llego mecida al perfecto predecido.

Cual capricho intento inmortalizar las nubes,
por temor a perderme entre besos y despistes,
y tal vez, en algún lugar lejano,
De mi se despida la memoria.
Como la del anciano,
aquel que caminaba por la plaza al compás de su sombrero y una comparsa,
Que en su mente imaginaba.

Carnaval en la ciudad,
Máscaras que el paso del tiempo borrará.

Bañada por fragancias húmedas,
de calles derruidas, de corazón latiendo.
Ilusiones en acordes, y unas que otras voces,
Reclamando amor de algún que otro cantautor,
saliendo de pequeños patios
mientras son pisados miles de peldaños.

Y más allá del faro,
Muchos ojos que se van cerrando,
Ya no sienten nostalgia, ya no sienten nada.

Y más allá del faro,
detrás de las verdes colinas,
Aún nos quedan calles por caminar,
Cantar por algún grande
y partir hacia otros puertos,
Buscando el secreto del tiempo,
tras un consejo de algún loco,
el cual ya no puedo recordar.

Sintiendo nostalgia por el tenue cielo de hace unos segundos.
Invadida por la magia del instante precedido,
llego mecida al perfecto predecido.

dilluns, 1 de febrer del 2016

Salud, enfermedad y (sobre)medicalización




Construccionismo social, discursiva y relaciones de poder

Desde sus inicios, la psiquiatría surgió con la pretensión de clasificar a las personas, en un principio, de distinguir a los locos frente a los que no lo eran. Cuando la psiquiatría pasó a ser reconocida por la universidad, se convirtió en una especialidad del saber médico, que trabajaba concretamente con la enfermedad mental. En ese momento, su propósito era diferenciar y clasificar las enfermedades mentales, dando por supuesto que éstas preexistían en estado natural a la espera de ser nombradas.
Siguiendo la lógica del discurso médico, atribuían las causas de las enfermedades mentales a un sustrato biológico, concretamente cerebral. No obstante, aunque la etiología de las enfermedades mentales se desconocía, la psiquiatría se mantenía en la hipótesis de que el progreso de la Ciencia lo acabaría resolviendo. Esto implica dos presupuestos: Por un lado, que existe una causa biológica ubicable en el cuerpo, específicamente a nivel cerebral; y, por otro lado, que el médico es el encargado de curarla, es decir, restituir la salud, la normalidad. A su vez, oculta la función de adaptar al que no encaja dentro de la norma socio/cultural de conducta de un determinado momento histórico, puesto que desde esta disciplina se establece un discurso sobre lo que es estar enfermo mental versus la normalidad y se interviene para modificar las conductas desadaptadas.
“Con el reconocimiento social la psiquiatría se convirtió en el discurso que hegemoniza la diferenciación entre lo normal y lo patológico respecto de lo mental, y cuya demarcación se instala por medio del diagnóstico. Queda claro que la demarcación entre lo normal y lo patológico es una construcción que se establece desde parámetros socio/culturales, no respondiendo en sí mismo a ningún criterio fisiológico como es de esperarse de un discurso que se pretende médico” (Mendoza, 2014).
Actualmente, la lógica de la psiquiatría positivista ha avanzado sobre el campo social, de manera que  ha abarcado todas las conductas que de algún modo se salen del comportamiento considerado socialmente como normal/adaptado y también padecimientos que podrían ser normales en ciertas situaciones. Tanto es así, que con las últimas versiones del manual diagnóstico de psiquiatras y psicólogos (DSM), es posible patologizar a gran parte de la población.
La psiquiatría se ha apoyado en las neurociencias y ha tomado las investigaciones de la neurobiología para dotarse de cientificidad. Se suprime entonces la condición de sujeto psíquico del sufrimiento para restituirla en un conocimiento objetivo, a nivel de sinapsis y la neurotransmisión.  Una vez las causas del padecimiento psíquico están reubicadas en este nivel, se puede “operar” a través del fármaco.
Como dice Rose (2007), el Derecho a la salud, salud como derecho humano o, mejor aún, como “uno de los valores éticos clave” es una manera de convencer a los ciudadanos de que lograr una vida próspera incluye también su esfuerzo para evitar la enfermedad. La evitación de la enfermedad se ha convertido en una estrategia político-económica.

Podemos abordar los conceptos de salud y la enfermedad desde diferentes perspectivas históricas, antropológicas o sociológicas evidenciando así su carácter de “construcción social”. Esta construcción de la enfermedad es cada vez más precisa puesto que las nuevas tecnologías posibilitan una detección más eficaz de los síntomas o signos, la etiología o los posibles factores de riesgo, la posibilidad de padecer una enfermedad en el futuro… en este punto podemos analizar la retórica: el discurso sobre el avance tecnológico se desenvuelve en un contexto argumentativo con claros intereses de la industria farmacéutica. Se ha llegado a un punto en que se considera necesaria la actualización tecnológica para el correcto ejercicio de la medicina, pero a su vez la precisión de los nuevos aparatos ha ampliado el rango en que consideramos que una persona necesita atención médica debido a una enfermedad, y por lo tanto este hecho favorece el consumo de fármacos en general. No es de extrañar que gran parte de esta tecnología esté subvencionada por las mismas empresas farmacéuticas. La distancia entre problema y enfermedad cada vez es menor y encontramos una progresiva patologización de problemas que antes no eran vistos como enfermedad. Véase como ejemplos el caso de  el prolapso leve de válvula mitral, el síndrome premenstrual o el colon irritable.

Otro problema de generalización que está ocurriendo es que, las etapas más aflictivas del ciclo vital de las personas están siendo tratadas como un cuadro clínico. El nacimiento, la menopausia, la sexualidad, o el envejecimiento cada vez son más comúnmente catalogados de patología. A cada una de estas experiencias vitales se le está asociando un proceso terapéutico, al cual, obviamente, se incluye el consumo de fármacos.

El diagnóstico, catalogar a una persona, implica hacerlo dentro de un determinado contexto sociocultural, donde se imponen modelos de coherencia a los pacientes y a sus síntomas, y se posibilitan ciertas formas de acceder a recursos materiales y simbólicos para el tratamiento de las personas, todas ellas influidas por unos intereses particulares. El diagnóstico no es algo absoluto ni permanente y a menudo vemos que no está sustentado por datos científicos.

Bajo una perspectiva discursiva podemos analizar cómo se le otorga la cualidad de “realidad” a los trastornos mentales y consecuentemente la veracidad o certeza a los diagnósticos que sentencian. Igualmente podemos analizar cómo todo esto tiene sentido cuando se esconden los intereses de las industrias farmacéuticas, las cuales parecen ser las salvadoras de nuestros males, pero su negocio está sustentado por todos los “enfermos” que consumen sus productos. Es en este punto donde se puede ver la retórica: los discursos que utilizan son tan contundentes y muestran tal preocupación por el bienestar de la población que es difícil ver la cara oculta de sus intenciones. Vamos a vislumbrar qué prácticas discursivas nos ponen al alcance y cuáles son los agentes implicados en ellas, posibilitando así que el diagnóstico y la medicalización hayan aumentado brutalmente a nivel mundial.

Los proveedores sanitarios juegan a un juego de dos caras: por un lado buscan proporcionar un beneficio para los pacientes, y por otro lado buscan la capacidad de influencia y el poder. Esto último requiere de la ampliación del mercado, que se abran puertas a nivel profesional… de ahí sus intentos de abastecer al ámbito sanitario con todo el material tecnológico necesario para seguir diagnosticando y no solo eso, sinó también para la detección de nuevas enfermedades, que como veremos, también son creadas factualmente a través del repertorio empirista, especialmente en países desarrollados donde pueden surgir nuevos beneficiarios. Algunas demandas próximas podrían ser aspectos estéticos, molestias fisiológicas o síntomas leves pero frecuentes, reducción de factores de riesgo, o evicción de las consecuencias de comportamientos no saludables a los que no se desea renunciar (Márquez, 2007).

Financiados por las grandes empresas farmacéuticas, grupos científicos, algunos de entidades académicas, emprenden su investigación en busca de validar los efectos de un producto. Estos grupos, a través de diferentes medios de comunicación (televisión, revistas científicas, etc.) ayudan a la promoción de estos productos. ¿Cómo le dan importancia a los productos en los medios de comunicación? Pues en parte a través del repertorio empirista (Gilbert y Mulkay, 1984), en el que utilizan un discurso impersonal, basado en los datos,  ( como si estos hablaran por sí solos), recurren a testigos fiables dentro del sector, a hablar en nombre de la comunidad científica…  Para esta difusión de los resultados suelen utilizar médicos de prestigio, o hacen ver en los anuncios imágenes relacionadas con el laboratorio, hombres con batas blancas, probetas...
Mediante este repertorio empirista se consigue la construcción factual de los hechos y se otorga así la credibilidad absoluta  de sus productos, de tal manera que muchas veces son los mismos colectivos de enfermos los que se “pelean” por conseguir ese medicamento.

Obviamente, las empresas farmacéuticas no podrían abastecer a todas las personas exclusivamente a través de los anuncios publicitarios, por lo que disponen de sus grandes aliados en los centros sanitarios: los médicos. No hay que olvidar que los médicos son agentes principales en la medicalización, puesto que es a través de la perspectiva médica la manera en que estas construcciones sociales (enfermedades) tienen su lugar en la realidad de las personas.
“El tratamiento de la salud como objeto de consumo, produce unos enormes beneficios económicos para las empresas farmacéuticas. En caso, los médicos operan como un eslabón y un mediador dentro de un sistema que tiene a la industria farmacéutica en un extremo y a la demanda infinita del cliente en el otro. Así, los médicos se transforman de principales agentes de la medicalización, en simples distribuidores de medicamentos dentro del mercado del sufrimiento y de la salud prometida. Este último fenómeno explica que las empresas farmacéuticas contemporáneas dirijan la mayor parte de su fuerza de venta a estos profesionales, en una lógica de soborno que busca garantizar la condición venal de los médicos e influir directamente en que receten ciertos medicamentos y no otros” (Orellana, 2009).

Un factor que facilita la medicalización es el hecho de que el médico sea visto como una fuente de saber, una persona altruista y generosa, y en cambio el paciente como alguien “quejica”, necesitado e incapacitado para involucrarse en su propia mejoría. El médico es una de las figuras con más poder legítimo en la sociedad, dado que por su categoría como experto en la salud las personas son capaces de obedecerle sin apenas cuestionar sus prescripciones. Si un médico nos dice que nos quitemos la ropa nos la quitamos, y si nos prescribe un medicamento lo compramos, sin atender a si el medicamento es 30 euros más caro por el hecho de ser una pastilla en lugar de un jarabe.

La Población, los consumidores, conforman el último escalón de la cadena, y el más numeroso. Buscamos soluciones rápidas a nuestros dolores sin cuestionar de dónde provienen éstos. Confiamos nuestra propia salud al sistema sanitario. Hemos dejado de confiar en el cuerpo humano y en la propia curación. No hace falta recurrir a la ciencia para observar cómo un niño o un animal frecuentemente deja de comer cuando cae enfermo. El cuerpo exige reducir el ritmo, bajar la temperatura y utilizar la energía que se suele utilizar para digerir los alimentos para otras funciones inmunológicas. Conocimientos tan esenciales como estos pasan desapercibidos, pues para poder seguir adelante con el ritmo de vida al que nos vemos sometidos buscamos una solución rápida y eficaz que no nos haga “perder el tiempo”.

Entre la población solemos ver reflejos de los discursos imperantes muy a menudo: Siempre hay alguien en casa que dice “ves al médico” al primer síntoma de resfriado, o para cualquier otra preocupación relacionada con la salud siempre se busca a un profesional, y és la gente de tu alrededor la que procura que lo visites, y a la vez, de hacerte creer que lo necesitas. Utilizamos nuestras palabras no como un medio para describir la realidad, sino más bien como un motor que ejerce acciones determinadas. Cuando decimos por ejemplo “tienes mala cara”, en un determinado contexto, podemos estar indicando la necesidad de visitar a un profesional de la salud. Confirmamos constantemente los discursos sobre la salud a través de nuestras prácticas familiares y amistosas. Tenemos la absoluta convicción de que la medicina moderna es capaz de solucionar mucho más de lo que en realidad puede hacer.

Tomando en consideración nuestras prácticas discursivas cotidianas, las cuales están basadas en unos discursos imperantes, como herramientas de creación de significados y por tanto, mecanismos mediante los cuales interpretamos el mundo que nos rodea, podemos analizar cómo hemos creado mediante elementos simbólicos dicha realidad.
Los diferentes discursos que han intervenido en nuestra visión del mundo, y han dado pie a que el monopolio del saber resida en la ciencia no estaban instaurados en un microchip que se nos fue insertado en un momento en particular de la historia, sino que se han ido arraigando en la cultura y el lenguaje al largo de la historia.

“El poder médico está en el corazón de la sociedad de normalización. Al devenir la norma el criterio de demarcación de los individuos, la medicina -como la ciencia por excelencia de lo normal y lo patológico- fue considerada “la ciencia reina” (Foucault, 2001).

Aceptando la innegable participación del hombre en la cultura y la realización de sus potencialidades mentales a través de ésta, se hace imposible no tomar en consideración la cultura como elemento fundamental en la construcción de los discursos que dan sentido de realidad a lo que nos rodea. Dado que la psicología se encuentra inmersa en la cultura, debe estar organizada en torno a esos procesos de construcción y utilización del significado que conectan el hombre con la cultura. Nuestra forma de vida, depende de significados y conceptos compartidos, y depende también de formas de discurso compartidas que sirven para negociar las diferencias de significado e interpretación (Bruner, 1991). Todo ello lo podemos entender en nuestra cotidianidad como una Psicología Popular que sería lo que conforma nuestro sentido común.
Dicho esto, en relación a la temática tratada, vistos los esfuerzos de la Psicología Científica por explicar la acción del hombre desde un punto de vista que esté fuera de la subjetividad humana, podemos entender la cientificación de nuestro lenguaje cotidiano, explicado anteriormente.
En relación a la Psicología Popular mencionada, es a través de ella como anticipamos y juzgamos mútuamente, extraemos conclusiones en torno a una realidad. La Psicología Científica forma parte del mismo proceso cultural, y su postura de inmersión en la Psicología Popular tiene consecuencias para la cultura en cuestión. Esto, en ocasiones, puede parecer que eleve la subjetividad a un estatus explicativo, lo cual genera una desconfianza, la cual reside en la discrepancia entre lo que las personas dicen y hacen. Juzgamos lo que la gente dice sobre sí o sobre el mundo en función de si predice o proporciona alguna información verificable de lo que hace, ha hecho o hará. Por lo tanto, decir y hacer constituyen una unidad funcionalmente inseparable en una psicología orientada culturalmente (Bruner, 1991). De esta manera, mediante el manejo de los discursos, se han establecido unas relaciones canónicas, avaladas por la ciencia ya que garantiza su criterio de predictibilidad de los acontecimientos,  entre el significado de lo que decimos y lo que hacemos en determinadas circunstancias. Construyéndose así,  una normatividad “irreplicable” como realidad, la cual hay que garantizar mediante diferentes mecanismos de poder, entre ellos la medicalización de nuestras vidas.

Medicina, medicalización y normalización son conceptos imbricados en el pensamiento de Foucault con los de biopolítica, biopoder y gubernamentalidad. Desde su perspectiva, la medicina es entendida como estrategia de poder que se vincula con dispositivos de diversa índole. La biopolítica es entendida como forma específica de ejercicio del poder, orientada a la vida, que tanto histórica como analíticamente presenta dos dimensiones: de disciplinamiento del cuerpo individual y de regulación de la población. De este modo el poder se ejerce tanto en el colectivo social como en los individuos. La biopolítica es una forma de ejercer el poder que no se basa en la prohibición sino en la normatividad, no trata de restringir sino de producir formas de ser y de hacer. Y esta forma de ejercer el poder necesita de los discursos, de la producción del saber, dado que estos discursos devienen hegemónicos y construyen nuestra manera de vivir. Las maneras de ser y de actuar que promueven los discursos hegemónicos acaban por producir normatividad. Asimismo, los discursos científicos, que son los hegemónicos en la actualidad, no son independientes del poder. El poder también genera sus propios discursos y de esta forma se sigue ejerciendo el poder hacia la población.

En la actualidad el neoliberalismo es el modelo económico que impera y que rige nuestras vidas, este modelo se basa en la eficiencia y la producción de capital con el mínimo coste. Por ello, el tiempo es de vital importancia y desde el poder hegemónico del discurso científico no se promueven las formas complejas para el tratamiento de una patología ni la responsabilidad social en la promoción de la salud mental sino la individualización de la responsabilidad en el cuidado y las formas rápidas paliar los daños de las patologías. Y no sólo es importante el hecho de la individualización del cuidado, también los intereses de la industria farmacéutica, que más que buscar que los medicamentos que venden sean curativos buscan que los consumidores los incluyan en su día a día. Esto quiere decir que las farmacéuticas trabajan para aquellos que pueden comprar un medicamento y no para quienes poseen una enfermedad. Por este motivo, el mercado de la salud gira alrededor de las relaciones que pueden establecerse entre el fármaco y el estilo de vida de los individuos. Lo que motiva la comercialización no es la enfermedad sino la producción artificial de una demanda del medicamento en un sector social con poder.

“La medicalización de la sociedad ha conseguido en la era de la globalización capturar al cuerpo como un objeto de consumo y de producción de capital” (Orellana, 2009).

En la era de la globalización la medicalización de la sociedad ha conseguido capturar al cuerpo como un objeto de consumo y de producción de capital, promoviendo estilos de vida sana, el cuidado de la alimentación, la necesidad de “tener un cuerpo en forma” no sólo como un modo de reforzar la primacía del interés individualista, sino también como una manera de crear mercado donde en principio parecía no existir. La producción del saber, del discurso hegemónico, legitima el modo de relación del sujeto con su propio cuerpo.

“Hoy la medicalización funciona con autonomía respecto de la medicina, de los funcionarios médicos y de las instituciones de salud, porque sus lógicas circulan por todo el tejido social como una mercancía más entre otras. Esto ha sido consecuencia de un proceso general de desarrollo y permanente transformación del dispositivo biopolítico moderno. En efecto, desde su génesis hasta la actualidad, la biopolítica se ha servido de los discursos y de las tecnologías médicas, de la intervención de la infancia y de la familia, del aparato hospitalario y de los sistemas de consumo,para conquistar nuevas formas de apropiación política de la vida. En la utilización de todos esos recursos, ha perseguido la incorporación de los individuos y de los cuerpos al aparato de producción y consumo capitalistas. Es decir, la biopolítica se ha rearticulado y reforzado, una y otra vez en la historia, haciendo de la vida el lugar de una batalla” (Orellana, 2009).

En el sistema educativo surge una gran problemática en los últimos años; la medicalización de la infancia. Para entender este fenómeno desde una perspectiva discursiva hay que atender primero a la forma en que la infancia ha sido construida socialmente. Ésta infancia está condicionada por los saberes de la época. Todos los adultos recurrimos a los mismos recursos interpretativos, poniéndonos de acuerdo en qué significa ser un niño en la actualidad: un niño/a tiene que ser bueno, jugar mucho, reír mucho, no tener preocupaciones excepto los estudios, obedecer a los adultos, no interrumpir-les cuando hablan…estas características que definen a los niños han sido legitimadas especialmente por la ciencia de la medicina, y también por la psicología, la cual establece a través de sus estudios y sus instrumentos de evaluación las “mejores” formas de crianza e interacción familiar.

La diferencia entre adultos y niños parece estar aceptada socialmente, asumiendo que los niños aún no han desarrollado suficientemente aún ni su moralidad ni su autonomía, así la dominación de lo adulto es un hecho que no se discute (Burman, 1998).

En esta asimetría de poder, donde los niños quedan invalidados sobre sus propias decisiones, el diagnóstico se vuelve algo sencillo para los médicos. La experiencia subjetiva del niño así como su autoobservación quedan en un segundo plano a la hora de realizar el diagnóstico, dejando la observación de los médicos como principal base para diagnosticar.
Así, la construcción de la conducta del niño como anormal o desviada se sustenta principalmente en la interpretación adulta de su cuerpo, su movimiento y sus conductas, las cuales a veces ni están presentes y son relatadas por otros adultos (profesores, padres…).

En esta normalización de las conductas de los niños establecida por la construcción social de la infancia provoca que ser parte del colectivo “normal” sea algo complicado, y que cada vez más aquellas conductas alejadas de la normalidad sean patologizadas. El hecho de clasificar conductas naturales como desviadas, conocido como gnoseología contemporánea, no es ninguna casualidad, y permite que los diagnósticos se hagan con mucha facilidad, y que por lo tanto, existan muchos consumidores de fármacos que realmente no necesitan tomarlos.

Así pasa con el caso del TDAH, donde los psiquiatras, además de catalogar como patológicas algunas conductas propias de un niño, también toman parte de la conducta visible del niño, en este caso el exceso de movimiento, para deducir directamente y sin ninguna prueba que lo respalde que existe también déficit de atención.

En los últimos años hemos podido observar un notable incremento de los niños y niñas diagnosticados de TDAH (Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad).  Los diferentes agentes que configuran esta realidad, además de los propios niños, no se encuentran simplemente en las aulas, como serían los profesores, sino desde sus familias a profesionales como los psicólogos, pedagogos, psiquiatras, médicos, etc. Todos estos actores representan a un seguido de disciplinas que han construido conceptualizaciones y sentidos sobre las conductas de los niños y niñas estableciendo una determinada normatividad sobre ésta (Leavy P., 2013).

Esta situación pasa desapercibida por la mayoría de la población, puesto que los discursos con los que ellos lidian justifican el problema de sus hijos y su necesidad de buscar una solución. Los padres asumen que sus hijos deben “comportarse bien” en clase, y que si no lo están haciendo, entonces existe algún problema. La población en general permanece eclipsada ante el problema debido a que todos utilizamos los mismos repertorios interpretativos; el sentido común, construido a lo largo de un tiempo en una determinada cultura, nos dice cómo deben ser los niños, y es complicado plantearse alternativas cuando el mundo funciona con los mismos discursos que tu mismo utilizas. Debido a esto, conductas, que en principio podrían ser tan naturales como interrumpir, moverse sin permiso, entrometerse en las actividades de otras personas, disgustarse por tareas que requieren un alto y mantenido rendimiento mental, o no finalizar las tareas a tiempo, son vistas como un problema que hay que solucionar. Los psiquiatras, igualmente incentivados por recetar un determinado producto, dan permiso a los padres para comprar la solución a los problemas de sus hijos en forma de pastillas.  Como vemos, todo esto ocurre alrededor del discurso hegemónico de cómo debería ser un niño sano y bien educado.

Por lo que a esto refiere, en la modernidad occidental, distintos saberes científicos han jugado un papel fundamental en la creación de representaciones sobre la infancia donde se determinan las conductas definidas como ideales o esperables de los niños y niñas en la escuela, que dotan de sentido las significaciones de los adultos y otorgan legitimidad a un seguido de abordajes a niños con unas necesidades especiales en el aula, de los cuales hablaremos posteriormente.
Por un lado, siguiendo por esta línea, entendiendo la niñez como un producto de procesos históricos, las nociones de un adecuado crecimiento y desarrollo vienen establecidas por un seguido de subjetividades adultas que han dictaminado que es esperable o no en una conducta infantil para la concreción de una vida socialmente aceptada. Como bien se expresa en el texto de Leavy: “al concebirse como metáfora de futuro (Jenks, 1996) la niñez adquiere una serie de significados, como el de maleabilidad o el de debilidad, que justifica su tutela”, la cual viene dada por los agentes anteriormente dichos.
Retomando el concepto de normatividad, al establecer unas pautas de conductas “ideales” en la infancia se encuentran inherentes las conductas “diferentes”, las que hay que moldear para un “buen crecimiento y desarrollo”. En los últimos años, uno de los dispositivos gubernamentales para la regulación de dichas conductas ajenas a la norma, y su consecuente patologización, ha sido el TDAH. La etiología de dicha patología es desconocida, abriendo el campo a la especulación de los factores que intervienen en el mismo y que influyen decisivamente en su tratamiento. Entre los posibles se han citado causas ambientales, dietéticas, diferencias psicológicas individuales, iatrogenia e incluso factores pre y perinatales (Saiz Fernández, L.C., 2013). No obstante, el discurso científico imperante, basado en un modelo biologicista extremo como bien expresa Tizon en su entrevista para el documental Empastillats, considera todos esos factores como secundarios de la principal explicación con raíz neurobiológica. Aquí los verdaderos protagonistas son el desequilibrio químico de neurotransmisores, el componente genético y las pruebas proporcionadas por la tecnología de neuroimagen, los resultados de cuyas investigaciones para probar su clara etiología en relación al TDAH no han sido, en ninguno de los casos, concluyentes. Aun así, esta visión conducirá a la práctica de medicalización del cuadro clínico como respuesta principal en la mayoría de casos, ya que está legitimado por el modelo científico.
Por lo que hace al desequilibrio químico, concretamente, nos sirve de buen ejemplo para empezar un análisis acerca de cómo se han ido configurando las mencionadas conductas infantiles normativas y a su vez, curiosamente, ha ido variando el diagnóstico del TDAH y la comercialización de nuevos fármacos. Primero llegaron los psicoestimulantes modificando el patrón de conducta de los niños hipercinéticos y ha sido a posteriori cuando se está tratando de explicar la dinámica del trastorno en función de dichas sustancias (Saiz Fernández, L.C., 2013). Ante esto cabe decir que, el manual de diagnóstico más utilizado para las enfermedades mentales  es el DSM (Manual  Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales) apadrinado por la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), en diferencia al CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades) auspiciada por la OMS (Organización Mundial de la Salud). En las diferentes ediciones del DSM, en los cuales se desarrollan los criterios diagnósticos del TDAH, entre otros, hemos ido observando un seguido de variaciones inconsistentes en dichos criterios: una mayor relevancia al síntoma  frente a la disfunción clínicamente significativa en la esfera social, edad flexible para el inicio de los síntomas, menor número de síntomas para diagnosticar, ampliación en el abanico de las comorbilidades, y una pobre fiabilidad de las escalas diagnósticas. Todo ello dando pie a una reafirmación de la tendencia actual, en palabras de Tizon,  de encontrar un síntoma, para un síndrome, que se palía con una medicación específica. A todo ello, es necesario añadir un dato curioso: la mitad del grupo de la APA encargado de su redacción presenta conflictos de interés muy relevantes en torno a la industria farmacéutica, la cual fomenta la tendencia actual de la medicalización sintomatológica.
Con todo esto, nos gustaría poner especial énfasis, en que debería haber un replanteamiento de la situación que, por un lado, no debería desmantelar la industria farmacéutica por lo que hace el abordaje de algunos diagnósticos específicos en determinados niveles, en los cuales ahora no se entrará en detalle. Pero, por el contrario, se debería analizar con cautela qué dispositivos se encargan de nuestra salud y sus posibles vinculaciones con el Big Pharma, el propósito del cual es vender sus fármacos a toda costa.
Todo lo descrito anteriormente tiene unas implicaciones sociales de gran importancia. Primeramente, la normalización de unas determinadas pautas de conductas “ideales” frente a una patologización de cualquier expresión  que se aleje de dicha norma, está claramente bajo un objetivo de alto control social. A través del alcance de dicho objetivo mediante el imperante discurso médico, se homogeniza a las personas tratando farmacológicamente la patologización de su vida cotidiana, con la intención de generar individuos felices y que rindan por su autonomía. Por añadidura, mencionar que estamos en una sociedad con una baja tolerancia a trabajar las expresiones emocionales negativas de la población, escondiéndolas así, como ya hemos mencionado, bajo  fármacos y de manera individual. Proponemos un planteamiento de las dificultades de manera contextual y abordarlas de una manera sistémica plantando realmente cual es la raíz de la problemática. Siguiendo la línea que plantea Tizon, apostamos por una asistencia integral, rehuyendo de la tendencia actual, y actuar bajo un modelo de red que incluya actividades comunitarias, psicoterapias, intervención con las familias, etc. Con todo ello, como bien se afirma en el documental, podríamos abarcar a una multitud de problemas, incluido el TDAH, sin la necesidad de recurrir en exceso a la medicalización y las consecuencias terribles en la salud, y en otros ámbitos, que esto conlleva. Por lo que hace concretamente al TDAH, se replantearían los criterios y el sobrediagnóstico que se está llevando a cabo, eliminando el gran estigma que esto comporta.

Como apuntábamos al principio, la perspectiva del construccionismo social se basa en los discursos para generar normatividad y la producción de discursos y de normatividad son necesarios para el ejercicio del poder biopolítico ya que este tipo de poder se nutre del saber. Está claro que no toda la industria farmacéutica actúa guiada por el patrón del neoliberalismo y la búsqueda del capital sin importar la cura real de las enfermedades. No obstante, aquí tratamos de poner en duda la hegemonía del discurso médico y la medicalización como única cura a ciertas dolencias. Y aunque no toda la industria farmacéutica sea igual, no se puede perder de vista el “Big pharma” y sus intereses que para ellos están por encima de la salud y el bienestar de la sociedad. El construccionismo social lo que viene a decir al final es que no hay una realidad absoluta, sino que la realidad es construida. Por ello, debemos cuestionar la hegemonía de la ciencia y del discurso médico. La ciencia no está limpia de intereses económicos, de ideologías ni de la normatividad, por lo que no se pueden tomar los discursos científicos como dogmas.

Co-ensayando con: Gema Moral y Dani Tur Torres